lunes, 20 de octubre de 2008

El privilegio denegado

Un sacerdote amigo afirmaba que hay ignorancias invencibles y discapacidades naturales. Pero que la estupidez es un logro responsable, resultado de la elección de la ignorancia como sistema de resolver dificultades.
Esta fue la única explicación más cercana al porqué de tanta humillación colectiva gratuita, de parte del propio presidente, Nicanor Duarte Frutos. Y, para peor, con el apoyo de su ridiculizada esposa.

El último aporte de este ilustre servidor de la cultura y la patria, ofreciendo a una ministra como un pedazo de carne en oferta, fue simplemente la gota que colmó el vaso.
Épico. Para ubicar el patético cuadro, mínimamente deberíamos remontarnos a los mercados de esclavos romanos. Desde hace años, este insigne y misógino sembrador del progreso viene dando poderosas contribuciones como esa última.

Da vergüenza ajena recordar, pero es necesario hacerlo. Debemos recordar aunque sea algunas de las veces en las que Nicanor vejó a su propia señora en público: “Gloria sabe que puedo martillar”, “Soy un semental”, “Sufren de placenta previa. Sé porque Gloria tuvo 6 hijos”, “Con Gloria hago el rekutu”, y una infinidad de agresiones animalescas más. Advirtiendo que todo ese pensamiento vil y primitivo fue dedicado a su propia esposa, era de esperar de su parte una patada pollina al hígado, tan directa como la última.

Lo peor es que estamos acostumbrados. Habituados al manoseo y la degradación gratuita por parte de los caciques de turno. Claro, mientras no tomemos conciencia de nuestros derechos, siempre seremos una sociedad a los pies de marginales retrógrados que alegremente ponen en jaque lo que nos llevó años de lucha y civilización: el respeto a la dignidad humana.
Pero no me resigno. Sigo preguntándome sobre el porqué, y otra razón contundente se aparece:
La mediocridad siempre fue el estigma de Nicanor; personal y políticamente. Justa razón para rodearse de serviles y esbirros dispuestos a poner a trueque sus dignidades y nuestras vergüenzas. Se creó un primer anillo que no le hiciera sombra, aún peor que él, tanto como para paliarle casi todos los complejos. Soportarle todas las brutalidades.

Entonces –desde lo alto de su megalomanía desenfrenada–, arrasó siempre con todo quien sabía que se dejaría humillar en público, hacer cambiar la camisa, reírse de su propia burla, manosear sus vidas privadas, etc., con tal de permanecer en su rosca.
Pero, claro, también supo siempre con quiénes puede y con quiénes no. Desde el fondo de la plebedad y la vulgaridad galopante que lo acomplejan, sabe a quiénes jamás podrá siquiera mirar de reojo: a la gente digna.

Respaldado en la patota congresista, probablemente le quede impune nuevamente este vejamen… Y otra vez la angustia filosófica: ¿Puede ser más grave, azotador y peligroso el retraso mental –entiéndase cívico– de estos individuos?

Y bueno. En fin, hablamos de Nicanor. ¿Qué más se le puede reclamar a alguien con quien ni la naturaleza jugó a su favor? Alguien que, pudiendo ser un estadista, prefirió vivir y compartirnos su propia barbarie. A quien la ambición desmedida le llevó a confundir el poder adquisitivo con el poder de las clases, autohumillándose con solicitudes denegadas por clubes sociales. Alguien que evidentemente sufre, desde el fondo de las entrañas, el arrepentimiento de su propia persona; consciente de que, a pesar de haber conseguido dinero y poder, la naturaleza le denegó lo más importante: el privilegio de ser gente.



Quizás en otras vidas. En ésta, muy a pesar de sus complejos y humillaciones, seguirá siendo simplemente lo que es. ¿Qué? Él lo sabrá.

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