lunes, 20 de octubre de 2008

La apología que llama a la sangre

Pocas veces nos conmovemos al punto de parar por un segundo y preguntarnos ¿qué nos pasa? La última fue cuando una chica recibió ácido en la cara de parte de otras. La penúltima, cuando padres desesperados plantearon medidas desesperadas por las salvajes agresiones a sus hijos por Internet. Se nos completó el panorama cuando un nenito de 12 años aquí cerca, en Argentina, mató a puñaladas a otro. Y el broche de oro lo puso EEUU, cuando un prócer de 14 años no tuvo mejor idea que renegar a balazos por una amonestación. Y es que no somos los únicos.

Las nuevas generaciones están naciendo y creciendo en una sociedad consumida por la violencia. Pero ¿cómo no esperar asesinos y sicópatas en nuestras casas y escuelas cuando ante nuestros ojos los convierten en ellos? Cuando la agresión gratuita a compañeros, hermanos y padres es una rutina y no encontró jamás una corrección. Cuando nos parece normal que en sus juegos abunde la sangre ajena y se gane matándole al otro. Así, por ejemplo, una animalesca publicidad de chocolates dirigida a niños y jóvenes.

La infeliz creación de algún ilustre, presenta a una adolescente hablando de la promoción y a otra menor repitiéndolo todo. Harta del eco, la primera advierte: "¡Pará de copiar!". Como la segunda no obedece, se escuchan una recarga de arma y dos disparos. Para que la idea del asesinato quede bien ilustrada, algo salpica la pantalla. Esta salvajada no tiene perdón. Este caso debería llamarnos ya no a pensar qué nos pasa. Debería llamarnos a actuar. Ahora, inmediatamente. Las revoluciones sociales las hacemos todos. Si fué-semos buenos padres, nos ocuparíamos de saber en qué andan nuestros hijos, quiénes son sus amigos, qué páginas visitan, con quiénes se comunican. Si fuéramos buenos ciudadanos, no permitiríamos que nos impongan una TV infestada de programas y publicidades basuras. Si nos tuviéramos respe-to, no permitiríamos que cada pisoteo a la dignidad les salga gratis a nuestros agresores. La re-acción social debe ir a donde más les duele: en los bolsillos. No compremos productos ensangrentados. Pongámonos de acuerdo: apaguemos la TV. No permitamos más publicidades ni figuras denigrantes en nuestra presencia, en nuestro éter. Porque la tolerancia también tiene un límite.

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